Autora: Blanca García
Fuente: Crianza En Flor

Hoy fue el primer día de colegio de nuestra hija. Ella tiene 4 años 6 meses y no tiene escolarización previa, como dice mi cartero, la hicimos “a la antigua, de la casa al colegio”.

Me fue duro dejarla, me dolió y angustió. Estuve feliz por empatía, porque ella estaba contenta, entusiasmada, emocionada, haciendo mil planes con la información que tenía del lugar y de la educadora que conoció la semana pasada en una visita a nuestra casa (un acierto de estrategia que agradezco muchísimo). Ella quería correr y yo frenar. Ella quería volar y yo retenerla en el nido. Ella sentía alegría y yo angustia. Pero al ver su mirada sonriente, sentir su certeza y mirar su resolución, sabía que el camino recorrido para responder a su necesidad de volar más allá del nido por unas horas, había sido el correcto. A nuestra niña todo su ser le pedía habitar un nuevo espacio y llenarse de nuevas aventuras con otras personas. ¡Y ahí estaba feliz y segura!

Cuando vi que entraría a la sala con mayor rapidez de la que esperábamos, quise abrazarla fuerte, besarla eterno, decirle por centésima vez “estaremos aquí si nos extrañas”, “si te da hambre le dices a…”, “si quieres ir al baño le dices a…”, “te amo, te amamos y estamos aquí”. Pero no alcancé a decirle nada, ni a abrazarla siquiera. Salió de la sala corriendo, le dio un beso a su papá, otro a su hermano que iba porteado por su papá y otro a mí. Unos besos rápidos, muy fugaces, quería empezar luego su nueva aventura.

Y ahí nos quedamos nosotros. Sin más que hacer que esperar, que mirar por la ventana como jugaba, que mirar el mural a tiza de bienvenida y las flores del patio. Después de un rato, decidimos irnos al darnos cuenta que los dos estábamos ansiosos, secretando adrenalina y sembrando tensión en un espacio tranquilo que se llenaba de cantos, flautas, juego y fruta picada.

“Tranquilos, si empieza a extrañar u otra cosa, los llamamos enseguida”, nos dijo la Coordinadora del colegio al despedirnos en la puerta.

Nos fuimos, tomados de la mano, porteando al hijo menor. Ahí nos desahogamos: “Tengo penita” me dijo él. Y respondí “Yo también”, la angustia vibraba bajo mi piel y mis lágrimas corrieron.

¿De dónde venía esa tristeza? ¿Esa angustia tan dolorosa? ¿Ese miedo? Venía de mucho más atrás de este primer día de colegio de nuestra niña. Fui consciente que estaba enfrentando este momento con la angustia de mis separaciones previas. Angustias, separaciones y soledades de mi primera infancia. Yo aprendí, mi cerebro aprendió, a responder con angustia profunda a la separación, con sensación de que la supervivencia está en peligro. ¡Fuerte sentir el inconsciente subiendo al consciente! ¡Y ahí fui libre de nuevo! Me tranquilicé. Fui consciente que nuestra hija no había aprendido lo mismo durante sus primeros 4 años, ella tenía la seguridad de explorar y la certeza de volver a nosotros cuando lo necesitara. Y recordé lo que nos dijo en el camino hacia el colegio “Juega con mis juguetes si me extrañas”, “Si los extraño, les digo que te llamen para que me lleves a casa” y “Te dejo esta rama de jacarandá para que me recuerdes”.

Desconozco si nuestra hija establece apego seguro o apego ambivalente o apego evitativo, como expresa la teoría. Hoy sólo sé que al menos ella es más segura que yo para explorar, para enfrentarse a la separación y para anticipar alternativas que la calmen en situaciones de estrés. Hoy sólo sé que, una vez más, la crianza es un tremenda oportunidad para crecer como persona. Hoy sé que la escolarización de mi hija traerá días de nuevos desafíos y, tal como decía el mural del colegio, les digo ¡Bienvenidos!

Blanca García
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P.D. A las 3 horas de estar mi hija en el colegio, nos llamaron para que la fuéramos a buscar. Al llegar ella jugaba tranquila, la educadora nos abre la puerta y mi hija al vernos nos dice “Los extrañaba mucho, mañana vuelvo de nuevo”.

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